Rene Lavand: La mando de Dios
06 de febrero de 2019

Gustavo Grosso
René Lavand baraja ilusiones con la impostada belleza que ofrece su asombro. Desentraña misterios desde hace más de ochenta años, ha recorrido el mundo con un mazo de cartas en el bolsillo y una fascinación que ronda el misterio. Desde sus nuevos años, anda por la vida con una sola mano, la izquierda. En su Coronel Suárez de la primera infancia, donde su familia (padre asturiano, madre vasca) se había ido a vivir cuando él era muy chico -nació en la ciudad de Buenos Aires-, un día de carnaval le marcó las cartas: mientras jugaba con unos amigos en la calle, fue atropellado por un auto, que le aplastó contra el cordón de la vereda parte de su antebrazo derecho. “Me agarró entonces el síndrome paranoide de la castración. Ese complejo lo traduje en un deseo de superación desmedido. Ya desde los siete años jugaba un poco con los naipes. Cuando todavía vivíamos en Buenos Aires, una tía me había llevado a ver a un mago chino que venía desde el Lejano Oriente para deslumbrar a grandes y chicos con sus trucos. Chang se llamaba. Me acuerdo que lucía un kimono de seda natural con dragones bordados a mano. Su show transcurría con una serie increíble de apariciones y desapariciones, y es todavía hoy uno de los recuerdos imborrables de mi infancia. Como en mi casa yo no hablaba más que de Chang, un amigo de la familia aficionado a la prestidigitación me enseñó un juego con cartas, que empecé a practicar. Después del accidente, las cartas se transformaron en una obsesión para mí”, cuenta René Lavand y sus frases se arman como un juego de naipes.
Había que comenzar de nuevo; aquellos primeros acercamientos a la magia ya no tenían forma: todo lo aprendió se hacía con las dos manos. ”Debía romper los cánones, inventarme a mí mismo, crear mis propias técnicas. ¡Voy a hacer algo con esta desgracia!, me dije, aunque en mi casa mis padres se preocupaban porque me veían reconcentrado, metido en mis juegos. Creo que mi padre se frustraba al ver que yo estaba condenado al fracaso, embarcado con mi particularidad física en un juego de manos. Falleció antes de que yo pudiera mostrarle que podía, que realmente podía. Cuando era adolescente, mi madre me decía: Muy lindo esto de la barajita, pero ¿qué vas a hacer con tu vida? Pero ella sí me vio triunfar. Vivió hasta los 86 años para poder disfrutarlo”.
A René se le humedece la mirada y hace un silencio. Siempre ha sido el silencio testigo de sus modos y sus técnicas imposible de desentrañar. ¿Para qué acaso dilucidar esa magia en una mano?
“¿Sabés lo que pasa? El actor se puede equivocar, se confunde la letra y se corrige enseguida, la gente se da cuenta o no se da cuenta, y no importa. Yo no puedo sacar el dos de oro en lugar del cuatro de espada. Me di cuenta de los riesgos que corro. Ya me creen capaz del milagro y la verdad es que si el público considera que lo que hago son milagros, mejor para mí. Siempre y cuando no me equivoque. Y esas cosas que parecen hechas con tanta naturalidad... no sabés, para lograr ese temple, esa aparente seguridad en mí mismo, todo lo que tengo que transpirar, practicando todos los días de mi vida.”
¿Y sus maestros, maestro? “Tuve muchos, grandes: Vivaldi, Mozart, Beethoven. Eso se llama sinestesia, lo contrario de anestesia. Es gente que te despierta. En un acto totalmente irreflexivo uno recoge de la música, que es el equilibrio armónico de los sonidos y los silencios, el mandato de la forma. De la música aprendí el equilibro armónico de una composición de cartas. Las pausas justas”.
La pausa exacta: a eso acostumbra René Lavand en la charla. A mirar con la mirada del hombre que viaja por el planeta a los 80 y tantos y disfruta de su lugar en el mundo a cada regreso. “Vivo al pie de un cerro y nadie se acuerda de mí: hasta que retorno. ¿Con un nuevo truco? No, truco no. Yo vendo ilusiones. Los ilusionistas y los poetas siempre tienen una última carta para jugar. Cuando está todo oscuro, ellos prenden la luz. El gran Pablo Picasso lo decía así: la única misión del artista es convencer, al mundo, de la verdad de su mentira”